Todo cuanto hacemos a diario suele tener una razón, aunque la misma sea tan simple como: porque me da la gana.
¿Y por qué no puede ser ésa una buena razón?
La mayoría de nosotros tenemos que cumplir con ciertas responsabilidades. Hacemos cosas a diario, que nos gusten más o menos, están dirigidas a cumplir con un propósito específico.
Incluso en nuestro tiempo de ocio y descanso, hacemos cosas para estar más saludables, para vernos más guapos o para mejorar algún aspecto de nuestra persona.
Eso está muy bien. Hacer cosas que tengan sentido, que lleven una finalidad, que sean útiles… Nadie les quita su importancia.
Pero también son importantes esas cosas que hacemos, sencillamente, porque nos nacen, porque nos apetece hacerlas, sin que tengamos que sentirnos mal por darnos ese lujo de vez en cuando. Todo lo contrario.
Ese tipo de cosas le dan un toque de felicidad a la vida
Porque, ¿qué más se puede pedir cuando uno está haciendo en un momento dado justo lo que más le apetece?
El momento, en sí mismo, es la mayor recompensa.
Algo más. Todo lo que hacemos tiene su consecuencia, aunque no nos la planteemos directamente en ese tipo de cosas que hacemos porque nos da la gana.
Y las consecuencias en este caso, además de las específicas de la acción en sí, suelen apuntar hacia una mayor satisfacción vital. Ésa misma que nos puede dar fuerzas para hacer después algo, quizás más práctico, pero que nos apetece menos.
Es cierto. Al estar más contentos somos más productivos. Así es que, hasta desde este punto de vista, compensa darse el gusto de vez en cuando de hacer algo porque sí, sin más.
¿Tú vas a hacer algo hoy sólo por darte el gusto? ¡Disfrútalo plenamente! 🙂
Imagen de orangeacid