¿Alguna vez sientes que tus emociones se apoderan de ti hasta tal punto que la lógica te abandona?
Las emociones pueden salirse de control.
Por ejemplo:
- cuando saltas de la ira después de que alguien te dedique una impertinencia;
- cuando estás tan «depre» que quisieras mandar toda la tristeza a paseo… (y no te sale)
- o cuando divisas a esa persona que te gusta y el corazón late como un percutor descontrolado.
¿No sería más fácil vivir sin esos inoportunos estallidos emocionales?
A veces yo también me peleo con mis emociones. Me cuesta tomar control sobre ellas. Pero luego asumo que, si están ahí, es por algo.

Cada una de esas emociones tiene su función
Y una de las funciones más útiles de las emociones es que sirven para comunicarnos y para acercarnos o alejarnos a unos de otros.
Tú me miras cuando estoy radiante de contenta y no hace falta que diga nada. La alegría «brota» por todo mi cuerpo. O me miras después de haber insultado a mi madre y tampoco necesito decir ni media palabra para que captes lo enfadada que estoy.
Ya, el segundo caso gusta menos. Sin embargo, las emociones negativas cumplen también su función.
Mira a nuestros antepasados prehistóricos, que luchaban por su supervivencia en un entorno tan peligroso.
El miedo era una señal de peligro inminente; la ira, también, una respuesta natural a la amenaza contra su integridad o la de los suyos. Las dos emociones servían para indicar que era el momento de protegerse.
Vivimos otros tiempos, pero la función de esas emociones es la misma.
¿Y la tristeza? ¿Sirve para algo esa emoción?
Pues, también. La tristeza llama la atención sobre algo que necesitamos o queremos. E indicaría que es el momento de buscarlo.
En definitiva, todas las emociones «nos cuentan» cómo reacciona el cuerpo ante lo que está sucediendo. Vienen y van continuamente, como las olas.
Librarnos de ellas de un plumazo (como ya vimos en el caso de las emociones negativas) es muy difícil y mucho más fastidioso que aceptarlas, tal cual, y aprender a manejarlas.