Aprender a amar (a ti mismo y a otros) es mucho más fácil cuando hay alguien que te enseña a hacerlo.
Quienes nos aman nos ayudan a querernos, a sentirnos valiosos y a confiar en nuestra capacidad de ayudar a su vez a otros.
Cada persona que nos ama nos hace más fuertes. Y esa fuerza vive en nosotros. ¿Sabemos cómo emplearla?
Yo conocí a una persona que me dio mucha fuerza. Era mi abuelo. Él se alegraba conmigo cuando las cosas me iban bien en la escuela. Pero no dejaba de mostrarme su cariño cuando más lo necesitaba, que era cuando tenía problemas y mis notas no eran tan buenas.
Me quería con mis logros y me quería con mis fallos y carencias.
Era generoso en muestras de afecto. Muy capaz de decir «Te quiero» con la emoción en sus ojos, sin que fuera mi cumpleaños o una de esas fiestas en las que se quiere todo el mundo.
Era cálido, sensible, comprensivo… Y yo, demasiado joven y despistada para valorar cómo me estaba ayudando.
Hace años que no está. Lo echo mucho de menos. Pero lo que me enseñó del amor permanece vivo en mí.
Él me enseñó que yo merecía amor sólo por ser yo. Me enseñó a respetarme, a valorarme, a no creer a quienes pensaban que no era lo suficientemente buena (ni tratándose de mi propio padre).
Mi abuelo fue uno de mis mejores maestros. Al amarme él a mí (con el centenar de defectos que cargo) me ayudó a que yo también pudiera hacerlo.
A veces, cuando nado agobiada entre reproches propios y ajenos, pienso en él. Y sé que le hubiera gustado que no dudara de mí; que me mantuviera fuerte; que estuviera de mi lado incondicionalmente.
¿Has conocido tú a un buen maestro (o maestra)? ¿Alguna persona te ha amado de esta manera?
Si es así, enhorabuena. Ojalá que puedas emplear esa lección de amor para hacerte fuerte. Y ojalá que puedas inspirar a otras personas para que también encuentren su fuerza.