Un exceso de comodidad le resta felicidad a tus días y te debilita progresivamente.
Pensemos en el porqué y, sobre todo, en cómo evitarlo.
Qué es un exceso de comodidad
Antes que nada, te confieso que a mí me encanta estar cómoda: sentarme en una silla ergonómica, hacer trámites desde la tranquilidad de mi casa o tener una cafetera para el espresso.
Y solo te hablo de unos cuantos momentos vividos esta mañana.
Pero reconozco que, con el exceso, la comodidad pierde en parte su función de hacernos la existencia más agradable y fluida.
¿Qué es el exceso de comodidad? Acostumbrarse demasiado a ella. Tanto, que cualquier momento que se salga de lo confortable, sea visto como un horror y te cueste más pasar por él.
Cuando te acostumbras a tenerlo todo “¡ya!”, las esperas se hacen intolerables.
Te parece que el cajero del súper va lento adrede, para fastidiar. O que esta estúpida página tarda 5 segundos eternos en cargarse, cuando lo “normal” y deseable es que tarde menos de 2.
¿Qué me dices de los aparatos que usas?
Cuando esperas que un cacharro funcione al toque de un botón y descubres que tienes que estar un ratico configurándolo, te cabreas.
¿Por qué tiene que ser tan complicado?
Deja lo del desagrado… Es que, de paso, pierdes resistencia ante el estrés del día, que sabes que lo habrá.
Imprevistos, retrasos, errores o problemas que tardes más de un minuto en resolver. Por fluido y agradable que transcurra este día, alguna de esas realidades va a salirte al paso.
Y, cuanto más apegado a la comodidad estés, más intolerables, pesadas y estresantes van a ser esas experiencias.
Qué hacer para que tanta comodidad no te debilite
¿Dormir en una cama de faquir? ¿Comunicarte con señales de humo?
Es más sencillo que eso. Solo con dar por hecho que lo “normal” es que haya inconvenientes, errores, retrasos o imprevistos, has hecho la mayor parte del trabajo.
Acepta el engorro como llegue, sin desear una perfecta comodidad en su lugar. Ya está.
Y eso lo puedes redondear exponiéndote por voluntad propia a momentos incómodos, para fortalecerte.
No es imprescindible que te acuestes en la cama de faquir, que nades entre bloques de hielo o que te sobreesfuerces haciendo 50 flexiones (cuando habitualmente aguantas 3).
Basta con irte al campo y sentarte un ratito en la yerba, por ejemplo.
Si no eres tan adicto a la comodidad, puedes disfrutar de la paz del momento, del paisaje, de la temperatura…
Pero, como solo te guste lo cómodo, le pondrás pegas a que la tierra sea poco ergonómica o a esa insolente hormiga, que corretea haciéndote cosquillas en la pierna.
Así te harás más resistente, más hábil para apreciar el resto de cosas buenas que suceden y más feliz, al llegar a tu casa por la tarde y reencontrarte con tu sillón preferido.
¿Cómo vas a saber que tus posaderas están en la gloria si nunca las sacas de ella?
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Imagen de engin akyurt en Pixabay.