Amaneces de buen humor. Sales a la calle con tu sonrisa en la cara y dispensando “buenos días” a quienes te encuentras.
Muchos te responden de igual modo. Ya sabes que la actitud se contagia fácilmente.
En este caso, tu actitud bienhumorada es una invitación a la que muchas personas no se resisten. Es más, a algunos les falta un poquito para alegrarse y tú les das el empujón decisivo a sus ánimos.
Eso, hasta que te encuentras conmigo, que me he levantado con el pie izquierdo, fastidiada y sin ganas de reír.
De vez en cuando, todos tenemos derecho a vivir días de éstos.
Días espesos, introspectivos, taciturnos… No es nada catastrófico, digo yo.
Y tú, con tal de hacerme un favor, te empeñas en que sonría: ¡Venga, mujer! No estés así.
Me haces cucamonas. Me cuentas chistes. Intentas que cambie la cara poniendo en práctica diversas ideas. Y yo me resisto a cambiarla.
¿Por qué tengo que hacerlo? ¿Qué tiene de malo que hoy esté de bajón?
Lo irónico es que, cuanto más te empeñas tú en que salga de mi “depre”, más me opongo yo a tener que comportarme como a ti te gusta… Y peor me siento.
Tu actitud ya no es una invitación, como la de quien abre una puerta a la alegría y convida a los presentes. Es prácticamente una imposición. Me arrastras hasta la puerta y quieres que la atraviese a la fuerza.
No, por favor. Déjame a mi aire.
Mañana quién sabe si serás tú quien vuelva cariacontecido por estos lares. Y, si yo aparezco toda radiante, apuesto a que no te haría gracia que intentase arrastrarte hasta donde yo creo que estás mejor.
Como ya sé lo que molesta, me limitaría a abrir la puerta y a invitarte a pasar al lado luminoso. Si quieres, pasas. Y, si no, lo dejas para más tarde.
Que cada uno acepte la invitación cuando le apetezca. 😉