La primera vez que escuché este sabio consejo fue con un ejemplo incorporado. (Te contaré la historia. Que quede entre nosotros.)
Era yo muy niña cuando mi tía, una mozuela de buen ver, salía con un novio muy guapo, alto, moreno y de pelo negro. Más de una vez la escuché decir que a ella le gustaban así y que nunca, por nada del mundo, se casaría con un rubio.
Poco tiempo después, para su sorpresa y la de todos, se casó con un tipo bien plantado, sí, pero rubio, rubio (de los poquitos que había en esta zona).
Tomé nota de la enseñanza.
Sin embargo, en aquellos años ingenuos, pensé que mi tía realmente no estaba muy convencida cuando decía que sólo le gustaban los chicos de pelo negro.
Empleó la palabra “nunca” muy a la ligera. Cosa que yo no haría.
Por ese entonces todavía echaban la serie de Heidi en la tele. (Si eres muy joven, quizás ni te suene.) Era una chica huérfana que saltaba por los Alpes y fue a vivir a casa de su abuelo, un viejo gruñón y solitario.
Ese personaje era el que a mí más me conmovía, el abuelo. Solía pensar que yo nunca estaría así, sola (con cabras, con Niebla y con una Heidi que fuera a su bola).
No podía. No quería. Me imaginaba el futuro formando mi hogar, mi propia familia y con buenos amigos alrededor.
Parecía que me iba a librar de lo que tanto temía: la soledad. Tenía amigos, trabajo, perspectivas de construir una familia…
Hasta que un día la tortilla dio la vuelta: Perdí el trabajo; cada amigo tiró para un lado y, para mi desconcierto, día a día me parecía más al abuelo de Heidi. (Espera. No saques los kleenex, que la historia no es triste.)
La cosa es que yo, que me dije que nunca iba a estar así de sola, pasé una temporadita larga en esa situación, con todo lo que conlleva (sentimientos de culpa, vergüenza y demás).
Afortunadamente, poco a poco fui remontando de ahí. Ésa fue sólo una de las veces en las que dije “nunca” y me equivoqué. También metí la pata con circunstancias más felices.
Por ejemplo, escribir en un blog o viajar a países de otros continentes. Si me lo hubiera planteado décadas atrás, habría pensado: “¿Yo? Nunca.”
Nunca. Vaya palabrita… La decimos con la ilusión de controlar el futuro. Le damos un sentido de permanencia a lo que continuamente se está renovando: la vida misma.
Llegan nuevas gentes, nuevos descubrimientos, nuevas oportunidades, nuevas decisiones que tomar, nuevas tecnologías que cambian todo el panorama. Y nos vemos pasando por el aro que, se supone, nunca íbamos a pasar.
¿A que lo has vivido? ¿A que has dicho: “De esta agua no beberé” y te has visto en la fuente? 😀
Para bien o para mal, esta aventura de vivir es sorprendente. Si hay una palabra con la que muchas veces nos equivocaremos es ésta: Nunca. Porque… nunca se sabe. 😉