Muchos de nosotros, que empezamos a acumular más años de los que nos gustaría, miramos atrás echando de menos nuestros tiempos más mozos.
Recordamos unos cuantos malos episodios, pero preferimos quedarnos con lo mejorcito. Sobre todo, elegimos recordar experiencias positivas.
Generalmente, esto es sano. La felicidad que vivimos en su día nada nos la puede arrebatar. Está en nuestro corazón para revisitarla las veces que queramos.
Nos sentimos contentos cuando recreamos aventuras divertidas o más fuertes, al pensar en un episodio difícil que superamos con éxito. Todo eso forma parte de nosotros.
Lo que no es tan sano es comparar nuestras circunstancias actuales, donde confluyen cosas buenas y no tan buenas, con lo más idílico que ocurrió en el pasado. Por supuesto, el presente va a salir perdiendo en la comparación.
Ahora, que es casi verano, recuerdo esas vacaciones de mi infancia; las tardes largas y exentas de preocupaciones. En mi mente se dibuja una estampa muy feliz.
Si lo comparo con el presente, no hay color. La jornada de trabajo es mucho más larga; la lista de responsabilidades, también. Así es natural que me sienta muy triste por la libertad y lo demás que perdí para siempre. (Qué mal.)
Ahí es donde tengo que echar el freno y dejar de llegar a conclusiones tan nefastas.
Es cierto que ese pasado fue feliz. Pero ni en chiste fue un pasado PERFECTO. También hubo días malos y experiencias que no quisiera repetir.
No sólo eso. De pequeñaja, estaba deseosa de ser mayor para hacer cosas que hoy SÍ puedo hacer. En realidad, hoy soy más libre que en la preciosa estampa del verano de mi infancia.
Siempre voy a sentirme infeliz, si comparo mis problemas de ahora con el recuerdo más maravilloso del pasado.
Siempre voy a sentirme infeliz, si sólo hago recuento de pérdidas.
Siempre voy a sentirme infeliz, si no aprovecho las oportunidades que hoy tengo para cambiar algo. Porque el pasado, por maravilloso que fuera, es inmutable.