Érase una vez una persona muy sociable, de ésas que conocen a mucha gente y disfrutan del contacto con unos y otros. Y, qué curioso, no necesitaba llevar consigo un teléfono las 24 horas para estar localizable.
Solían llamarle a casa y, cuando no estaba, dejaban un mensaje en un aparato que se llamaba “contestador”. Él les respondía cuando tenía un ratito y, si el interesado no le atendía en ese momento, llamaba después.
Cuando surgía un asunto importante fuera de casa y necesitaba hacer una llamada, esta persona utilizaba una cabina o un locutorio telefónico.
Veinte años más tarde, sólo veinte, la revolución tecnológica había cambiado su vida. Ahora sí que estaba localizable, gracias a su teléfono móvil.
La gente ya no llamaba a su casa, sino al móvil. Cuando no recibían respuesta inmediata, probaban con un sms, con un e-mail, con el Whatsapp, con Twitter, con Facebook…
Si, por alguna razón, no atendía el mensaje, la gente se impacientaba:
– ¿Dónde estás? No hay manera de hablar contigo.
Pero nuestro protagonista se atrevió a salir de la calle sin teléfono
Eso pudo pasar hoy mismo, que nuestro protagonista decidió salir de casa sin teléfono para charlar tranquilamente con sus amigos en una terraza. Se puso de acuerdo con ellos y todos se dejaron el teléfono atrás por un rato.
Descansaron de interrupciones, actualizaciones y noticias, y decidieron vivir la experiencia de los viejos tiempos; ésos en los que podías estar escuchando una historia, sin que quien hablaba la detuviera para contestar varias llamadas.
Esos tiempos en los que la gente veía un partido de fútbol, un programa o una película, sin la urgencia de no perder comba en las redes sociales.
Esos tiempos en los que no estábamos disponibles durante las 24 horas.
Los de ahora son muy divertidos, muy prácticos, muy rápidos, muy flexibles. Pero, de vez en cuando, qué bien sienta retomar la costumbre de saborear una tarde con los amigos, por ejemplo.