Qué natural y fácil es soñar cuando somos niños. En esa etapa todos hemos sido grandes soñadores ávidos de aventuras.
Teníamos tantas ganas de crecer para convertir en realidad cada uno de esos sueños…
En ese entonces no sabíamos de todas las limitaciones y problemas que nos íbamos a encontrar al crecer.
Unas limitaciones que acabarían con buena parte de nuestras aspiraciones, pero de paso harían algo peor: extinguir nuestras ganas de soñar.
¿Por qué la madurez no es compatible con soñar? ¿Necesariamente hemos de dejar atrás esa capacidad?
Sí, capacidad. El que sueña y vuela explorando esos sueños sigue conservándola. Y esta capacidad no es menos respetable que la de anclar los pies firmemente a la tierra, a la realidad, a lo más lógico y práctico.
Volver a soñar
El que sueña se libera de los grilletes de lo convencional y lo previsible… y se eleva, descansando del control y de la sobredosis de realismo. Se atreve a volar, como cuando era un niño. Y luego se pregunta… ¿por qué no intentarlo?
Ésa es la pregunta: ¿Por qué no?
El soñador se desancla de la excusa de lo imposible, de lo poco práctico, de lo absurdo… y se atreve a imaginar que sí puede hacerlo. Se llena de esas ganas y lucha por sus sueños.
Alguien cuadriculado puede objetar que para qué va a elevarse tanto, si luego caerá de bruces al suelo. Aunque, quien en realidad nunca se mueve del suelo es él.
Quien sueña puede alcanzar lo que persigue o fracasar, pero ya se habrá elevado y eso nadie se lo quita.
Y aquí termina la defensa de una de las primeras capacidades que todos desarrollamos: la de soñar.
Tener grandes sueños o pequeñitos, aunque sea de manera ocasional, nos impulsa a desafiar y superar obstáculos.
Al menos yo me quedo con eso; con la intención de separarme de vez en cuando de una vida programada e hiper-ocupada… y volar hasta preguntarme: ¿Por qué no puedo hacer que ocurra?