Cada uno de nosotros tiene su propia idea del amor. ¿Por dónde va la tuya? ¿Piensas que el amor es algo que encuentras o que te sucede?
Hay personas que tienen esa concepción del amor: sin que tú tengas nada que ver, el amor llega el día que quiere y se va el día menos pensado.
Considerémoslo. Un buen día, conoces a una persona y la flecha de Cupido te alcanza el corazón. (No tiene porqué ser una persona. Puede tratarse de un proyecto o de una actividad.)
Es cierto que no has tenido mucho que ver en el proceso. Esa persona te gusta porque sí. Flotas. Eres feliz. Así lo sientes con cada fibra de tu ser.
Poco a poco, comienzas a estar entre dos grandes opciones. La primera, dejarte llevar y aprovechar esa felicidad mientras dure. La segunda, tomar la decisión consciente de amar.
La segunda es la más difícil. Es la que yo creo que toman las parejas más sólidas y felices. O, también, la que toman personas que llevan años enamoradas de su profesión o de su afición.
Pasado el deslumbramiento inicial del flechazo, el amor es una decisión. O puede serlo. Esta decisión, como otras tantas, se renueva cada día, siendo su parte visible esa serie de pequeños gestos orientados a proteger, mantener y ayudar a crecer a ese amor.
Como pasa con cualquier proyecto, tu decisión de amar (y las acciones que realizas consecuentes con esa decisión) puede tener éxito o fracasar. Aun así, las probabilidades de éxito son mayores que si dejas que el amor te suceda o dure lo que le parezca.
Ésa es la concepción que algunos tenemos sobre el amor. Elegimos amar cada día, en cuanto suena el despertador. Elegimos qué. Elegimos a quién. Y nos esmeramos en que el amor crezca sano y dé frutos.
Suena a responsabilidad, a trabajo, a enfoque y esfuerzo mantenido. Pero, si seguimos amando así, es porque nos parece el trabajo más bonito del mundo.
¿Qué hay de ti? ¿Eliges amar o dejas que te suceda?