Nacemos con pocos miedos, pero no nacemos valientes. El músculo del valor hemos de desarrollarlo conforme vamos creciendo.
De niños, vamos aprendiendo miedos.
- ¡Súbete en la acera, que te pillan los coches!
- Péinate bien, que se van a reír de ti.
- Estudia para el examen, si no quieres suspenderlo.
Y, conforme los vamos aprendiendo, necesitamos ejercitar el músculo del valor para hacer frente a miedos poco útiles que hemos aprendido.
Hay miedos más útiles que otros
El miedo es útil cuando nos sirve para protegernos de una consecuencia grave, que vemos muy probable que se dé. Nos ponemos a salvo rápidamente.
- Rápidamente me subo en la acera, porque las consecuencias de no hacerlo podrían ser muy dolorosas.
- Rápidamente me peino bien, porque las consecuencias de no hacerlo podrían ser… ¿tan dolorosas? ¿En serio?
De mayores tenemos más criterio valorando la importancia de los miedos y su utilidad. Algunos, como el miedo de salir mal peinado a la calle, son miedos “tontos” comparados con otros. Los podemos distinguir, casi siempre.
Los miedos útiles, como el de cruzar la calle con prudencia, bien nos vale que los conservemos; no para evitar salir a la calle, sino para ir con cuidado.
Pero en nuestro repertorio de miedos se suelen colar algunos que no se merecen estar ahí. Supone un perjuicio mantenerlos y preocuparnos excesivamente por cómo evitar la posible consecuencia indeseable.
Basta con salir a la calle un poco despeinado o sin maquillaje, para que nos demos cuenta de que a los demás no les importa demasiado este hecho (sólo a cuatro idiotas sin faenas).
Basta con cometer un pequeño error en público para que veamos lo mismo; que no somos el centro del mundo.
Basta con atreverse a hacer un examen en el que tenemos escasas posibilidades de aprobar, para ver que no se nos acaba la vida por un suspenso.
Así, atreviéndonos a cuestionar miedos poco útiles, es como ejercitamos el músculo del valor. Actuamos, a pesar de que puedan derivarse consecuencias poco agradables, y aprendemos de la experiencia.
Yo también tengo miedos de poca monta. A uno de ellos me voy a enfrentar en estos días: hacer yo sola la declaración de la renta. (Si no eres de España, te lo digo: el impreso amedrenta lo suyo.)
Los estoicos decían algo así como que “el miedo es un lujo”. No es gratis, desde luego. Lo pagas en dinero, en dependencia, en ignorancia, en oportunidades perdidas… o a saber en qué. Y yo, esta vez, no quiero pagar por un miedo tan pequeño.
Aunque me salga mal el intento, algo aprenderé. Así ha sido con otros miedos tontos que he cuestionado.
(Ojo. No te estoy diciendo que sea una gran idea ni te estoy invitando a hacer lo mismo. Es sólo un ejemplo… real, en este caso. Me falta dinero para pagar al gestor y la necesidad obliga.)
Apuesto a que tú, cuando has plantado cara a algunos de tus miedos, has descubierto cosas útiles. Y, en el mejor de los casos, te has liberado de algunos que te estaban saliendo caros.
Sigamos aprendiendo.