Seguramente conoces a alguien capaz de no perder la sonrisa ni la serenidad fácilmente.
Alguien capaz de encontrar el aspecto positivo de una situación peliaguda.
Alguien capaz de dejar que un traspiés en un área concreta de su vida no afecte a las demás.
Alguien capaz de enfocarse en las soluciones antes que en los inconvenientes.
Más o menos, es el retrato robot de una persona optimista.
El optimismo no es un pensamiento en sí mismo. Es decir, no basta con levantarse una mañana y decir: «Me vuelvo más optimista desde hoy mismo.»
El optimismo es más bien una forma de sentir, que se va gestando progresivamente gracias a una serie de pensamientos que sí podemos controlar.
Sustituir unos esquemas de pensamiento por otros es algo que lleva su tiempo. Y adquirir el hábito de filtrar y procesar la información de la manera más saludable y conveniente para nosotros es algo que se consigue poco a poco, paso a paso.
Una vez más, hablamos de una opción personal. Cada quien interpreta la realidad como quiere o como puede. Faltaría más que hubiese una única manera válida para plantarle cara al mundo… No, ni mucho menos.
Eso sí, elegir ser optimista tiene más ventajas hablando de bienestar y calidad de vida.
Un optimista tiene mejor salud física y emocional, porque posee las herramientas adecuadas para hacerle frente al estrés.
Un optimista suele alcanzar metas que un pesimista no se atreve ni a soñar.
Y, cuando la vida sorprende con un mazazo o un fracaso estrepitoso, un pesimista puede quedarse hundido, pero el optimista, aunque le cueste lo indecible, se levantará y seguirá adelante.
Personalmente, prefiero inclinarme más del lado del optimismo, lo que no quiere decir que me vaya a librar de problemas y otras calamidades. Pero, si tengo que decidir entre quedarme varada entre obstáculos y limitaciones o ver la forma de salir de ellos, prefiero lo segundo.
¿Y tú con qué te quedas?
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3 respuestas a «Para qué ser optimista»