Los humanos sabemos bastante de hábitos. En nuestro día a día incorporamos hábitos variados a nuestra rutina; algunos los compartimos y otros son cosa nuestra exclusivamente.
Llamamos hábito a esa acción que repetimos con frecuencia y que llega a convertirse en parte de nuestra vida cotidiana (en una costumbre).
Hay hábitos saludables y beneficiosos, como los hay que son todo lo contrario.
Aprender e incorporar a nuestra vida costumbres sanas es algo ligado al bienestar. Deshacerse de hábitos perjudiciales, también.
Construir un nuevo hábito lleva cierto tiempo. Uno necesita repetir la acción hasta que se atornilla en la rutina de tal manera que es más natural hacerla que saltársela.
Es decir, que si uno, por ejemplo, madruga todos los días durante un tiempo, después el cuerpo «sigue solo«.
O, si uno se acostumbra a estudiar a una determinada hora, cada día será más fácil sentarse a estudiar y concentrarse cuando llegue esa hora.
Deshacerse de un hábito muy enraizado es algo que a la mayoría nos cuesta muchísimo trabajo. Con los malos hábitos se ve muy claro.
Pero también pasa con los buenos hábitos. Una vez que le pillamos el gusto a la costumbre (aunque sea por lo práctica que es), es más cómodo mantenerla que desprenderse de ella.
Por mi parte, estoy de enhorabuena, porque he conseguido madrugar.
Ese hábito estaba entre mis objetivos de principios de año y me ha costado lo mío asentarlo en la rutina…
Unos días lo logré; otros fracasé y otros me levanté entre gruñidos de desolación. Lentamente, el esfuerzo se ha ido haciendo cada vez más llevadero.
Ahora estoy contenta. El madrugón es un hábito que me «conviene» para hacer del día algo más productivo y ya no me cuesta tanto trabajo por dos razones:
Por una parte, el cuerpo se ha acostumbrado; por otra, veo las ventajas de madrugar en el balance final del día y eso me anima a seguir madrugando.
Por la cuenta que me trae, procuraré mantener este hábito. Claro que sí. Mucha suerte en tu caso, si te has propuesto adquirir uno provechoso. Merece la pena.
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