Te atreves a correr el riesgo y abres tu corazón. Dejas que otra persona vea qué hay ahí. Es más, lo compartes; se lo das.
Y, entonces, ocurre lo peor que puede pasar en este caso: Esa persona no acepta tu ofrenda. Rechaza tu amor.
Uno de los mayores dolores emocionales que podemos experimentar es ése: el rechazo, el desprecio, la exclusión. Duele horrores incluso imaginárselo.
Tú conoces este dolor tan bien como yo, aunque lo hayamos sentido de maneras diferentes y en situaciones distintas. Quizás sea un dolor más intenso cuando el amor está involucrado, aunque esto no se puede medir.
¿Qué duele más: que no te acepten en un trabajo estupendo para el que te has preparado tanto… o que el hombre o la mujer que amas te diga que no puede corresponder a tus sentimientos?
Depende. Bueno, por lo que yo he observado, las «penas de amor» se llevan la palma en lo doloroso. Incluyamos, por supuesto, a todas las personas con las que mantenemos o desearíamos mantener ese vínculo: padres, hermanos, amigos, parejas, etc.
Cuando amas, siempre corres el riesgo de que la persona que recibe tu amor lo desprecie. Y eso duele. Pero duele porque tú esperas que la persona en cuestión acepte el amor y actúe en consecuencia.
En cambio, cuando das tu amor rebajando las expectativas al mínimo, el dolor mengua considerablemente.
No es lo mismo que yo escriba una carta de amor esperando una respuesta, que escribirla porque he decidido expresar mis sentimientos hacia esta persona, sin más.
Le abro mi corazón, porque quiero. Igual que haces tú, cuando llega el cumpleaños de tu amigo y le haces un regalo. ¿Te sientes mal cuando llega el tuyo y él no se ha acordado siquiera? ¿Y por qué esperabas que lo hiciera?
Cuesta aprender la lección. Pero, conforme pasa el tiempo, lo mismo que sufrimos la experiencia del rechazo, entendemos que uno da amor porque quiere y así lo siente; no porque espere recibirlo de vuelta.
Claro que, al hacernos mayores, también aprendemos otra muy importante: a quién o a qué abrir el corazón. Con tanto varapalo, nos vamos haciendo prudentes.
En mi caso, he aprendido que vale la pena dar amor, sin reservas y sin esperar recibir. Dar porque sí. Aunque, sin prisas y mirando bien a quién se lo doy. (No a cualquiera le doy mi corazón para que lo descuajaringue a gusto.)
Quizás tu estilo sea distinto. De lo que no tengo duda es de que tú también habrás aprendido algo de estas experiencias tan… (¡ay!) dolorosas.
Y ahí no acaba. Todavía nos queda terreno para seguir equivocándonos, acertando y aprendiendo en estas cosas del amor.
Imagen de rachel_titiriga