¡No, no, nooooo…! Has metido la pata hasta el fondo. Acabas de equivocarte y la luz roja asoma en tu cara, avisando a todos los presentes de tu error.
Delante de ti está la gloriosa faena que has hecho. No hay posibilidad de ocultarla, maquillarla o encasquetársela a otro.
¿Qué haces? Lo admites. Total, no queda de otra.
Te haces cargo. Admites que sí, que te has equivocado. Que no es la primera vez y, probablemente, no sea la última.
Mientras te confiesas, dentro de ti suenan lamentos como un coro desafinado. Se van superponiendo y alternando:
Después de un rato de musiquilla molesta, consigues hacer callar a esas voces.
Decides no emplear más tiempo y más energía removiendo lo que hiciste o dejaste de hacer. Decides no contarte historias para justificar el error, ni echar balones fuera buscando al culpable que te indujo a cometerlo.
Y, lo más importante, decides no auto-flagelarte, evitando que entre en escena el coro que falta: el del machaque emocional.
Claro que despachas al coro del machaque… ¿Sabes de alguna situación que mejore gracias a su divino canto? Seguro que no.
Poco a poco, una expresión de aceptación va asomando a tu cara. La ayudas a definirse pensando en tu derecho a no ser perfecto, a cometer errores y a aprender de ellos.
Pues, sí. Te queda sumar la lección a tu lista de aprendizajes y, desde luego, enmendar el entuerto (si cabe la posibilidad). Pero, para eso, no te hacía falta prestar atención a ningún coro destemplado.
Esta vez has decidido no «disfrutar» tanto de esas espantosas voces. Has elegido dar la cara, aprender y seguir adelante.
¡Eso sí merece un aplauso, caramba!
Imagen de – Annetta –