Ahí estás tú, a punto de terminar el trabajo. Como en otras ocasiones, le has puesto esmero y calidad para que quede como a ti te gusta. Estás contento con el resultado.
Se lo entregas a quien te lo encargó. Él/ella lo revisa por encima y te señala un error: Este dato es incorrecto. ¿Eso te desmotiva?
Claro que no. De entrada, te hace poca gracia, porque has de volver atrás y enmendarlo. Hubiera sido preferible no haberlo cometido.
Sin embargo, ya que pasa la incomodidad de aceptar el error, dejas de darle vueltas para emplear tu energía en retocar el trabajo y, ahora sí, dejarlo listo.
Tú cuentas con los errores
Muestras una dedicación especial en lo que es importante para ti: tus relaciones más valiosas, tu trabajo y otras actividades. Pero eres consciente de que, en algún momento, vas a equivocarte.
Y, no. No te desmotiva saberlo, porque los errores son prácticamente inevitables y porque tú ya tienes práctica con ellos.
Cada vez que cometes uno, observas sus consecuencias y decides qué hacer al respecto. Aceptas la posibilidad de equivocarte y, cuando ocurre, aprendes de la experiencia.
No te autoflagelas con las imperfecciones, con los despistes, con los traspiés o con las ocasionales meteduras de pata. En algún punto del camino, sabes que encontrarás algo de eso. Y tú, lejos de desmoronarte, lo utilizarás como una oportunidad para progresar.
Lo has hecho muchas veces y lo seguirás haciendo. Prefieres esta actitud a la del perfeccionismo, que supone vivir con miedo al fracaso y a las críticas de los demás.
Hay un término medio entre la dejadez y el empeño en la perfección. Y ése es el tuyo: el de una persona que procura hacer bien lo suyo, pero se da un margen para equivocarse de vez en cuando.