Estás contemplando una escena conmovedora. Tu amigo se da cuenta de que se te saltan las lagrimillas y tú te apresuras a dar una explicación, por lo que pueda pensar:
Lo mismo que cuando asistes a una fiesta que no te gusta lo más mínimo. Antes de que alguien piense que eres un cenizo, le dices:
¿Por qué tenemos ese temor a lo que otros puedan pensar sobre nuestras emociones y sentimientos?
No es lo que parece… ¡No estoy llorando!
Quizás los demás no estén tan pendientes de esas emociones o no nos juzguen del mismo modo en que nosotros lo hacemos. Pero, por si acaso, explicamos lo que están viendo para evitar que «piensen mal».
Porque, básicamente, tenemos dos opciones:
(1) Explicar o despistar a menudo sobre qué es lo que sentimos, para preservar la imagen de nosotros que queremos que vean los demás.
(2) Expresarnos, sin preocuparnos de la interpretación que puedan hacer otros.
Casi siempre, la mejor opción es la segunda: Dejar de fingir.
Dejar de explicar a quien nos mira porqué no parecemos perfectos. En definitiva, ¿alguien puede decir que lo sea?
En ocasiones, sí tiene sentido dar ese tipo de explicaciones.
Por ejemplo, cuando surgen malentendidos que pueden herir a alguien. Como no pretendíamos eso, es natural que queramos aclararlo.
Pero, la mayoría de las veces quien necesita esa explicación no son los demás, sino uno mismo.
Tú (o yo), que no aceptas que puedas emocionarte en público o que no quieres que se te note el disgusto. ¡Ay, no! ¿Qué pensarán?
No te preocupes tanto por eso, porque tú no puedes controlar lo que los demás piensan de ti. Cada uno pensará lo que le dé la gana.
Lo que sí puedes es aceptarte tú, vivir tus emociones y aprender de ellas.
Ésa es la manera de descubrir qué puedes hacer para estar mejor, para sentirte cómodo.
Preocuparte por proyectar lo que tú quieres que vea la gente consume más energías y, la verdad, no es tan importante. No sé cómo lo ves tú…