Entras en un terreno desconocido, quizás porque comienzas a estudiar una materia o a practicar una actividad.
Y, a medida que vas adentrándote en el mundillo, eres más consciente de lo que no sabes acerca de él. Es decir, de tu propia ignorancia. ¿Te ha pasado?
Este fenómeno, que nos obliga a ser humildes, se observa en personas inteligentes; en expertos en un área que siguen con la mente abierta a nuevos descubrimientos en lo suyo, o en personas curiosas, que continuamente se hacen preguntas sobre lo que les rodea.
Es menos frecuente encontrar a una persona inteligente que, con cuatro ideas hilvanadas de aquí y de allá, se posicione de manera enérgica y cerrada en un tema, excluyendo o ridiculizando al resto de posturas.
(Por cierto, esa es una descripción del efecto Dunning Kruger.)
El inteligente que sabe que ignora
Incluso los expertos, ésos que están años y años estudiando una materia, se expresan con cautela y están receptivos a cambiar de opinión, si alguien les aporta pruebas convincentes. Por eso han llegado a ser expertos, porque son aprendices permanentes.
El hambre de descubrir. La flexibilidad para dudar. La voluntad de escuchar. Esas actitudes hacen de ellos las personas inteligentes y sabias que son.
Epícteto lo puso en palabras más bonitas: Nadie puede aprender aquello que cree que ya sabe.
Aceptar la propia ignorancia. Decir “No lo sé” (por ahora). Dormir con la duda. Admitir los errores, que son parte natural del aprendizaje.
Nada de lo anterior es cómodo ni moderno. No convence ni vende tanto como posicionarse como el gran gurú del saber que se trate.
Pero es honesto. Es realista. Y es la única manera de aprender. (Al menos, hasta que puedan instalarse chips en el cerebro con las habilidades o conocimientos que uno desee.) 😮
A lo que vamos: La persona inteligente, como quiere aprender, acepta su ignorancia. La que no lo es tanto, niega o ignora su ignorancia, que es bastante más sencillo. ¿Hacia qué actitud te decantas tú más?