¿Un mal día? ¿El trabajo nunca acaba? ¿No puedes soportar más a tu jefe o a otra persona con la que has de tratar a diario?
El estrés se te derrama por las orejas y, para rematar la jornada, te reúnes conmigo (que estoy igual) y nos desahogamos en una sesión de quejas. ¿Te parece buena idea?
Guíate por tu experiencia. Estoy segura de que, al igual que yo, has participado alguna vez en desahogos así. Has dado rienda suelta a tus frustraciones y malestares vitales, compartiéndolos con alguien que ha hecho lo mismo.
Ocasionalmente, a mí me parece buena idea, porque dejas salir lo que te oprime en compañía de una persona que te escucha y que te entiende (en el mejor de los casos).
Y tú también permites que esta persona hable de cómo se siente y, sólo escuchándola, te conviertes en un apoyo para ella.
Hacerlo regularmente es otro cantar. Imagínate que tú y yo nos vemos a menudo y, cada vez que lo hacemos, salen a relucir frustraciones y lamentos, y esos acaparan la mayor parte de la conversación.
Sí, nos desahogamos. Pero difícilmente nos sentimos más felices. Porque, tanto tú como yo, rescatamos sólo lo negativo de nuestros respectivos días. Lo volvemos a vivir. Nos recreamos en ello dando detalles… Y terminamos con la moral por los suelos.
Definitivamente, hay días de echar fuera el dolor o las preocupaciones; de quejarnos y llorar a gusto. Pero muchos otros días podemos probar a…
- hablar de lo que sí va bien y brindar por ello;
- comentar lo bueno que hemos sacado de una situación peliaguda;
- compartir lo que vamos a hacer para resolver un problema;
- relatar pequeños fracasos cotidianos con un poco de humor;
- reírnos de los malabares que hacemos con el horario.
Así conseguiremos levantar los ánimos y, tal vez, hasta nos riamos en ese rato.
Trasladando esto a tu vida, observa qué contribuye más a tu bienestar. ¿No se te hace saludable que, cada vez que podamos, rescatemos lo positivo en nuestras conversaciones?