Es una piedra diminuta. Si dejas de prestarle atención, podrías seguir andando sin descalzarte para quitártela.
Otra cosa es que tuvieras un peñasco en el zapato que no te dejara dar un paso. Ese sí te obligaría a parar por ser demasiado molesto.
Con el problema-peñasco pasa eso. Es tan grande que no puede ignorarse. Prácticamente, te obliga a mirarlo o a ocuparte de él.
El problema que es una piedra diminuta en el zapato no demanda tanta urgencia. Está ahí. Sabes que sería bueno resolverlo. Pero no le das importancia, porque ese día puedes seguir andando.
Andas ese día. Andas al siguiente. Y el problema te acompaña, sin que hagas preciso el momento de quitártelo del zapato.
Algunos problemas de este tipo, es verdad, son minucias que en cualquier momento puedes despachar. Pero, si los dejas, día a día consumen un poco de tu calma, de tu energía, de tu sonrisa.
Son piedrecitas. Como encontrar un documento perdido, como una conversación pendiente, como un pequeño proyecto al que le faltan los últimos toques o como la cita con el dentista.
Piedrecitas que, quizás, no lleve mucho tiempo o esfuerzo quitárselas. O no tanto, en proporción con los días que llevas andando con ellas a cuestas y con los que puedes seguir andando sin sacarlas.
¿Qué tal si te quitas una? Esa que llevas hoy en el zapato. Si puedes tomarte un poquito de tiempo para quitártela, hazlo. Y qué bueno sería que mañana hicieras lo mismo con la piedrecita que no te deje caminar tan a gusto.
Así, una a una, día a día, podrías ir quitándote piedrecitas. Alivia más que quejarte con el de al lado de que te están fastidiando el pie. Y, a medida que te las vas quitando, caminas más contento.
Por supuesto, me aplico lo anterior. ¿Qué tal si nos quitamos unas cuantas piedrecitas molestas? 🙂