Estás en plena tormenta emocional.
El viento arrecia. El cielo se tiñe de negro y comienza a rugir. Te impresiona esa furia inesperada que se desata.
Tus planes se ven frustrados. La tormenta inoportuna los deshizo. Te quejas. Miras por la ventana clamándole al cielo que detenga ese espectáculo, rebelándote contra un suceso recurrente. Ni que fuera la primera tormenta…
No es la primera. Hasta aquí has vivido tormentas atronadoras con lluvias que azotan el suelo y con lluvias que azotan el alma.
Has vivido tormentas de miedos, de dudas, de tristeza. Tormentas repentinas y tormentas anunciadas.
¿Cómo las pasaste? ¿Qué hiciste hasta que volvió la calma?
En un primer momento, la tormenta te paralizó y reaccionaste con fastidio. Después, dejaste de resistirte a la caprichosa meteorología. Porque ya has aprendido que toda tormenta es pasajera.
No, no pasó por tu cabeza buscar un superhéroe climático que te rescatara al instante, alejando los vientos y las nubes. ¿A que suena descabellado?
Por añadido, sabes que es igual de absurdo pretender que otro se ocupe de tu climatología emocional; que absorba tus miedos y penas, y te lleve a un lugar donde está garantizado que siempre brilla el sol.
Lo que hiciste al llegar el temporal fue buscar un refugio hasta que la tormenta amainase. Te procuraste calma.
Quizás, te envolviste en una manta en compañía de un libro. Escuchaste música. Pusiste en orden lo que llevaba tiempo esperando. Y transformaste esa tormenta en una experiencia provechosa.
Prestaste atención al paisaje emocional. Descubriste detalles inéditos y tan útiles que dejaste de maldecir la tormenta.
Porque la tormenta, si no invita a salir fuera, sí supone una invitación para mirar dentro con calma y observar las cosas de otro modo.
Al final viste que la tormenta pasó, como lo hizo la anterior. El aire quedó fresco, oliendo a tierra mojada. Y tú saliste de nuevo, con la energía de quien acaba de despertar. Listo para continuar.
Imagen de Brujo+