Hoy hablamos de los impulsos peligrosos y de lo que nos costó frenar cuando nos vimos ante ellos.
¿Recuerdas alguno de éstos?
Dejarse llevar por un impulso no tiene por qué resultar en un descalabro necesariamente.
Supongo que la mayoría hemos cedido ante impulsos que fueron un acierto en un momento dado. Así como hemos cedido a otros que resultaron en clamorosos errores.
Coincidimos en eso y también, me figuro, en lo difícil que nos resultó frenar determinados impulsos.
- Frenamos esa vez que anduvimos cortos de dinero, resistiendo ese mes la tentación de comprar un caprichillo.
- Contuvimos el impulso de poner más salsa en la pasta, el de tomarnos una tercera copa de vino o el de fumar el “último” cigarrillo.
- Nos mordimos la lengua en esa ocasión en la que nos ardían dentro las palabras malsonantes que queríamos dedicarle a esa personita tan… especial.
- No sucumbimos a la presión cuando aquel “amigo” se empeñó en convencernos de que hiciésemos lo que no queríamos hacer.
- Apagamos la pantalla aquella noche en la que nos apetecía horrores seguir viendo la tele o navegando en internet.
- Nos resistimos ante los encantos de ese seductor (o seductora) que nos pudo meter en un buen lío.

Desde luego que hemos cometido errores cayendo a merced de impulsos que nos colocaron en una mala posición.
Pero también están las veces en las que acertamos. Bien por seguir un impulso que fue la decisión más indicada para el momento. O bien por haber frenado a tiempo un impulso poco edificante, eligiendo actuar en sentido contrario.
¿Cómo lo hicimos? No fue fácil.
En esos momentos heroicos, en los que las hormonas del estrés corrían por nuestras venas apremiándonos a actuar, nos mantuvimos firmes.
Quizás fue necesario respirar profundamente, contar hasta 10 (o hasta 1000), liberar la tensión gritando, corriendo, llorando o pensar en un tema distinto, para desviar la atención de lo que en ese momento nos estaba tentando.
Y, una vez que se aplacó un poco la revolución hormonal, elegimos la respuesta apropiada para la situación.
Esa pausa hizo la diferencia.
Fueron segundos o, tal vez, horas. Ese lapso de tiempo bastó para calmarnos y decidir qué era lo más conveniente.
Qué cosa más simple: resistir, retrasar un poquito la acción hasta estar en condiciones de pensar. Simple, sí. ¿Fácil? Ni hablar.
Esas veces en las que nos contuvimos demostramos aplomo y madurez. Que sean esos aciertos los que nos preparen para afrontar del mismo modo otras situaciones parecidas.
No sólo aprendemos de los errores. También podemos aprender de esos pequeños o grandes aciertos. Y ésos lo fueron.