En nuestra cultura, la culpa es un sentimiento que nos avisa de que nuestras acciones u omisiones han perjudicado a otro (o a nosotros mismos).
Por tanto, es un mecanismo que puede dar inicio a un cambio positivo, que podría consistir en enmendar el error y en adoptar nuevos esquemas para no volverlo a cometer.
Visto así, la culpa es educativa y sana para las relaciones. Pero no siempre ocurre. Hay culpas que destruyen.
Por ejemplo, ésa en la que te atascas. Estás hundido en ella por tanto tiempo, que te debilita. Y, en lugar de motivarte para iniciar el cambio positivo, te deja ahí, bloqueado.
Esa culpa que sientes por un error que cometiste antaño; que en su día subsanaste como pudiste y que vuelve para perseguirte.
O ésa que sientes por asuntos sobre los que no puedes actuar. Por ejemplo, la que pueda sentir yo, como madre, si mi hijo adulto (dueño de sí mismo y de sus decisiones) decide comportarse de mala manera. ¿En qué he fallado?
Seguramente me equivoqué unas cuantas veces. Pero no soy responsable de lo que elige otra persona. Y, aunque lo fuera, no podría volver atrás el tiempo para hacer las cosas de un modo distinto.
Hay personas en las que pervive la idea errada de que “la culpa lava los pecados”. Y no. Del mismo modo que la preocupación no te protege de lo que temes, la culpa no cambia los errores del pasado. En sí misma, no te convierte en una mejor persona.
Pensándolo en frío, se ve que la culpa no está sirviendo para lo que se supone que debe servir. Pero “razonar” con ciertas culpas no es sencillo. La razón puede estar ofuscada por el dolor.
No funciona que digas: “Voy a dejar de sentirme culpable… ¡ya! Automáticamente.”
Paciencia
A veces lleva tiempo tomar distancia para ver las cosas claras y darse cuenta de que para qué está sirviendo la culpa.
Durante ese tiempo, ayuda no engordarla. Esto es, evitar preguntarse una y otra vez: “por qué hice aquello” o “por qué no hice lo otro”, llegando siempre al mismo veredicto: ¡culpable!
Y vuelta a empezar.
Ignorar la culpa tampoco es la respuesta. Quizás veas esa solución o ese cambio positivo cuando se te aclaren las ideas.
Relaciónate con otros
Esto ayuda a tomar distancia para mirar la situación desde otra perspectiva. Y también sirve para que dejes de identificar la persona que eres con el error que cometiste.
Soy un mentiroso. Soy un fracaso. Soy un… ¿qué?
Cuando te sientes culpable o avergonzado, suele ser incómodo relacionarte con otras personas. Pero, ya que has tenido espacio para reflexionar a solas, es beneficioso, porque te ves a ti mismo actuando desde distintos roles.
Eres el vecino, la compañera, el amigo, la hija, el hermano… Haces papeles diferentes. No eres sólo la persona que hizo “aquello tan malo”.
Cuando te relacionas con otros ves tus errores, tus carencias. Pero también ves las cosas buenas que aportas y los aciertos. O sobresalen más, que cuando estás tú a solas con la culpa. Tu visión se amplía.
Así, si quieres, puedes ver que también eres la persona que es cariñosa con su perro, que es generosa con Juan o que colabora con Carmen.
Por supuesto, te interesa elegir bien tus compañías. De poco sirve que te relaciones con esas personas que llegan a meterte el dedo en la llaga.
Pero hay muchas otras que están ahí, para ayudarte a ver que eres alguien más que la persona que metió la pata aquella vez. Entre esas personas, son de especial ayuda: los amigos, los familiares que te quieren o esa gente que escucha para tenderte una mano, si la necesitas.
En algún momento, tal vez, podrías hablar con ellos de lo que sientes. Posiblemente te reconforte que simplemente te escuchen. Y, quizás también, alguna de estas personas te ayude a aclarar las ideas, al estar viendo la situación desde fuera.
Paciencia. Poco a poco, podrás decidir qué hacer con ese sentimiento. Tal vez sea el inicio de algo positivo o, quizás, descubras que es hora de perdonarte y dejar ir el dolor.