Cuando ayudas a otra persona, gana ella y ganas tú. Ayudas porque quieres y porque puedes. Gracias a ti, quien recibe tu ayuda mejora su situación. Por todo eso, no es raro que te sientas contento.
No obstante, hay ocasiones en las que quien ayuda a otro no experimenta ese sentimiento de felicidad, sino uno muy distinto: el resentimiento.
¿Qué expectativas? Ganarse el respeto, la aprobación, la gratitud, el cariño o la reciprocidad del otro, por ejemplo.
Expectativas, que no tienen porqué cumplirse. Nadie puede saber certeramente y, menos aun, controlar qué va a pensar el otro, cómo va a sentirse y qué hará cuando reciba la ayuda.
El que ayuda puede tratar de imaginárselo, según lo que pensaría, sentiría o haría él/ella mismo. Pero -ya sabes- cada persona es un mundo. Quien es ayudado no tiene porqué entender la situación del mismo modo.
¿Cómo evitar el resentimiento?
No eres el único que se ha sentido decepcionado o molesto cuando has querido echarle una mano a alguien y, en lugar de gratitud o cierto respeto, te has encontrado con indiferencia o incluso rechazo.
Creo que el resentimiento es algo que la mayoría hemos experimentado. A todos se nos enseña que ayudar a los demás es “bueno” y se nos anima a ello.
Y, sí, es bueno, siempre que tengamos en cuenta ciertas cuestiones. Empiezan las sugerencias:
1. Pregúntate las razones.
¿Por qué vas a ayudar a esa persona? ¿Quién se beneficia de esa acción y cómo?
Es difícil que te sientas a gusto ayudando a otro cuando lo haces por compromiso o por quedar bien, dándole prioridad a sus deseos y necesidades frente a los tuyos.
También, cuando le ayudas esperando recibir aceptación o gratitud. En este caso, no estás obrando por el bien de esa persona, sino por el tuyo.
(Ya vas bien servido cuando actúas según tus principios y te sientes contento viendo mejor a esa persona. También obras en tu beneficio, pero es un egoísmo “sano”, como el de todas esas acciones cotidianas que sólo dependen de ti y que realizas para cuidarte y sentirte mejor.)
2. No esperes nada a cambio.
Da porque tú te sientes bien con la acción que realizas. Pero no esperes que el otro responda en la manera en la que “debería”, según tu criterio.
Esa persona no eres tú y, una vez que le ayudes, sentirá y hará lo que le salga del gorro.
3. Trata de brindar la ayuda adecuada.
Para eso, has de entender a la persona a quien ayudas. Esto también es importante.
Por ejemplo: Tú, con tu mejor intención, me ayudas a terminar un trabajo en el que voy corta de tiempo. Y yo, en lugar de agradecértelo, me molesto. Porque, en lugar de que te quedaras conmigo acabándolo, hubiera preferido que me dejaras acabarlo sola.
Nada mejor que el diálogo para aclarar la situación: Pídele que te diga qué necesita y en qué puedes ayudar. Y, ya que te lo diga, le das eso que quiere en la forma en que lo quiere… Si es que tú puedes o estás dispuesto a dárselo.
4. Traza límites.
Si, continuamente, sientes que otros se aprovechan de tu disposición para ayudarles, es porque tú les enseñas que pueden hacer eso.
Ponles un límite. No esperes que ellos, viendo tu cara de disgusto, se sientan mal por aprovecharse de ti y cambien su actitud. Eso es rarísimo que pase.
Están viendo que tú eres el primero que no respetas tu tiempo ni tus necesidades, ¿por qué iban a hacerlo ellos?
Elige la felicidad
Ayudar a los demás es sano, siempre que te respetes a ti mismo (tus valores, tus necesidades, tu tiempo, tu energía) y que ofrezcas tu mano sin esperar nada más que la satisfacción de dar.
Ésa es la propuesta para evitar resentimientos y quedarnos con la alegría de estar realizando una contribución positiva en la vida de otros. ¿Qué te parece? 🙂