¿Te cuesta decir adiós? ¿Es una situación que evitas?
A buen seguro, habrás dejado atrás muchos lugares y personas: La escuela, tu primer trabajo, tu casa, tu ciudad, otro trabajo, otra ciudad… y a un montón de personas que compartieron contigo las experiencias que viviste.
Llega un día en el que sabes que es el último: La despedida.
¿Cómo enfrentas la experiencia: Te despides… o te marchas, sin más?
¿Hay algo más triste que una despedida?
Desde luego que sí. Es muy triste que no llegue el momento de decir “adiós”. Eso significaría:
- Que no has corrido riesgos (por miedo, por comodidad… o por lo que sea).
- Que dejaste un camino a medias.
- O que no conociste a la persona de quien hoy te cuesta despedirte.
No haber estado allí; no haber intentado; no haberte dado la oportunidad… Todo eso es más triste, ¿no crees?
De acuerdo. Aunque, llegado el día, saber eso no le quita dificultad al momento de despedirse.
El miedo a las despedidas
Hay personas a quienes, como a mí, nos cuesta cerrar el capítulo. Dejamos que las cosas terminen sin pensar que se trata del final, sin vivir el duelo. Así, evitamos el dolor de la pérdida.
Pero el final se produce igualmente. La herida ahí está. Y, al no querer verla, también estamos renunciando a la curación y a todas las enseñanzas positivas que vienen después del dolor.
Hablemos de esas enseñanzas, si te parece.
La despedida es todo un proceso, que no se limita al instante en el que decimos adiós.
Cuando sabemos que llega un final, vivimos días previos y posteriores en los que hemos de hacernos cargo de lo que pasa; aceptar y asumir la situación. Se remueven muchos sentimientos, que se van asentando poco a poco.
Y es que no nos despedimos únicamente de una persona, de una mascota, de un lugar o de una cosa, sino de un conjunto vasto de experiencias (de alegrías, de tristezas, de promesas, etc.).
Aceptar la despedida nos ayuda a manejar esos sentimientos.
¿Y por qué querría uno lidiar con el dolor y la tristeza, si puede evitarlo?
Porque esa tristeza indica que hemos dicho adiós a algo que tuvo importancia en nuestra vida. Las lágrimas aparecen naturalmente, al perder lo que un día nos hizo muy felices y con ellas reconocemos el valor que tuvo.
Cuando asoman dichas lágrimas, es preferible aceptarlas, dejarlas salir y pasar por el dolor incómodo de reconocer el final. Porque, si no se hace, esas emociones quedan latentes y pueden emerger en el momento más inoportuno.
En cambio, cuando la persona se da el derecho de llorar por la pérdida, la herida sana más rápido. Permite que se cierre una etapa para que comience otra. A fin de cuentas, eso es la despedida.
Por mi parte, he aprendido que, aunque despedirse sea, de entrada, lo más difícil e incómodo, también es lo más sano. El dolor sale a borbotones. Pero, con tiempo y paciencia, la herida va cerrándose y la alegría retorna.
Si no te despides, el final igual se produce. Y tú te quedas ahí, con las emociones enquistadas y con un dolor que aflora de manera intermitente, hasta quién sabe cuándo.
¿Qué has aprendido tú de tus despedidas?
Imagen de (davide)