Nacemos con un fiel compañero, que está con nosotros hasta el último de nuestros días: el miedo.
No se puede decir que nos llevemos bien con él, si consideramos los esfuerzos que hacemos para huirle, para ocultarlo o para superarlo, a fin de que no nos arrebate momentos más gratos.
Ciertamente, el miedo nos roba muchos momentos. O, más bien, nosotros dejamos que así sea cuando escuchamos su voz y permitimos que se imponga.
- Nos invita a huir del momento presente, que es tenso o poco apetecible y salimos por piernas.
- Nos pide que evitemos una situación embarazosa o complicada y le damos la razón.
- Nos insta a preocuparnos por lo que pueda ocurrir mañana y volvemos a hacerle caso.
Pero, ¿qué ocurrirá mañana realmente? Apuntamos a qué es probable que ocurra. Porque certezas no tenemos. Nadie las tiene.
Ninguno de nosotros sabe cuándo o cómo puede cambiar la vida (para mal o para bien). Ninguno sabe hasta qué instante durará su existencia ni la de los individuos que nos acompañan.
Es entonces cuando un miedo distinto nos habla. Ése que nos recuerda que hoy es un día irrepetible. Es ese miedo que nos impulsa a vivir en congruencia con nuestros valores, a aprovechar las oportunidades o a buscarlas.
Ese tipo de miedo puede ser saludable; nos insta a ser nosotros mismos y a vivir plenamente, porque el momento que sigue no está garantizado.
Mientras estemos por aquí, seguiremos relacionándonos con este inseparable compañero; dejándonos abatir, superándolo o aprendiendo de él.
Seguiremos sin saber hasta cuándo durará esta relación. La mayoría de nosotros no elegiremos cómo o cuándo dejaremos de existir. Pero, mientras tanto, sí tendremos la oportunidad de decidir cómo queremos vivir cada día.
¿Tú has sentido alguna vez el miedo a que el momento se escape sin haberlo vivido?